Milicias armadas con machetes luchan contra pandillas en Puerto Príncipe

En la capital de Haití, las comunidades forman comités de defensa vecinales con fortificaciones compartidas, sistemas de vigilancia, puestos de control e incluso patrullas contra las pandillas.

La amplia carretera que pasa por delante del aeropuerto internacional Toussaint Louverture de Haití tiene estos días una quietud postapocalíptica. Donde antes se amontonaban coches y multitudes de personas, ahora solo se elevan espirales de humo de montones de basura humeantes, que despiden un sabor amargo en el aire.

Un vehículo policial blindado se tambalea en las inmediaciones; los pocos policías de guardia se cubren el rostro con pasamontañas. Esta calle parece casi abandonada, como tras una catástrofe, una experiencia que los habitantes de Puerto Príncipe conocen mejor que la mayoría. Pero salir de la ciudad no es una opción esta vez: el aeropuerto, asediado por las pandillas, se vio obligado a cerrar.

Desde principios de mes, los grupos criminales atacan con una coordinación sin precedentes los últimos vestigios del Estado haitiano: el aeropuerto, las comisarías, los edificios gubernamentales, la Penitenciaría Nacional. Se trata de la culminación de años de creciente control de las pandillas y de agitación popular, cuyo asalto conjunto obligó al primer ministro Ariel Henry a dimitir la semana pasada en un desenlace sorprendente, pero que no consiguió restaurar la paz.

Las pandillas de Puerto Príncipe continúan limitando el suministro de alimentos, combustible y agua en toda la ciudad. La que es quizá la última parte funcional del Estado, la Policía Nacional de Haití, lucha por recuperar terreno, calle a calle, por toda la ciudad. Pero la vida misma de la ciudad por la que están luchando parece desvanecerse, a medida que la intensa guerra urbana tritura los lazos humanos básicos.

El tejido social se está deshilachando y los comercios y las escuelas permanecen cerrados. Muchos residentes se aíslan, temerosos de abandonar sus hogares. Algunos han recurrido al vigilantismo. Reinan el miedo, la desconfianza y la ira. La muerte está en la mente de todos.

Justicia vigilante, aprobada por la policía

En el barrio de Canapé Vert, en Puerto Príncipe, las bulliciosas calles laterales son testimonio de una estrategia para mantener el orden que en su momento fue impensable.

La marca indeleble de las ejecuciones extrajudiciales —una franja de hollín negro grueso e irregular que cruza el pavimento— es todo lo que queda de los cientos de presuntos delincuentes que murieron a manos de los residentes, cuyos cuerpos se eliminaron con llamas, según una fuente de seguridad local.

Las pandillas llevan mucho tiempo atormentando a los habitantes de Puerto Príncipe, pero su alcance se ha ampliado drásticamente en los últimos años; hoy cubren el 80% de la ciudad, según estimaciones de la ONU. Al ver que su ciudad se reduce, muchos haitianos de esta región y de fuera de ella se han organizado entre ellos en un movimiento de vigilancia conocido como bwa kale.

Su solidaridad es eficaz. En 2023, por ejemplo, varias zonas residenciales de las colinas de la ciudad unieron sus fuerzas a las de la policía local para hacer retroceder a la pandilla Ti Makak y, en última instancia, expulsarla por completo de la zona, según fuentes locales y un informe de febrero de 2024 de la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, con sede en Suiza.

Pero la línea que separa la defensa de la justicia popular se cruza con facilidad. Los grupos de vigilantes también han linchado a cientos de personas sospechosas de pertenecer a pandillas o por cometer “delitos comunes”, según un informe de la Organización de las Naciones Unidas de octubre de 2023.

En declaraciones a CNN en un estacionamiento de coches junto a una iglesia, cuyas puertas abiertas revelaban una boda en curso, un miembro de la milicia dijo a CNN que su grupo había frustrado repetidos intentos de las pandillas de apoderarse de Canapé Vert.

“Esta es la forma en que operan las bandas: se apoderan de zonas con grandes negocios y los obligan a pagarles mientras mantienen el control”, dijo, señalando que en la zona hay varias empresas de alto perfil, entre ellas dos compañías nacionales de telefonía móvil y un importante hotel. El testigo habló con CNN bajo condición de anonimato por preocupaciones de seguridad.

“Recibimos amenazas constantemente: dicen que vendrán y nos atacarán, que destruirán el barrio. Así que bloqueamos las calles y a la policía para que haga los registros. Ningún civil participa en el registro de los coches”, añadió. La milicia solo está armada con “machetes y nuestras manos desnudas”, aseguró.

La policía, por su parte, ha declarado a CNN que conoce bien a la milicia e incluso confía en ella, y un comandante ha atribuido al grupo el mérito de haber salvado la comisaría de Canapé Vert de un ataque de bandas especialmente intenso la pasada primavera. Según el comandante, que pidió el anonimato por su seguridad, más de una docena de presuntos miembros de pandillas murieron y fueron quemados frente a la comisaría.

Refugiados en su propia ciudad

A solo cinco minutos en coche, otra comunidad intenta desesperadamente mantenerse unida en condiciones aun más difíciles: un campo de desplazados, uno de las docenas de instalaciones repartidas por la ciudad donde se congregan decenas de miles de residentes de la ciudad, tras verse obligados a abandonar sus hogares por la violencia y los incendios provocados.

Marie Maurice, de 56 años, vio cómo una pandilla tomaba territorio cada vez más cerca; el 29 de febrero, cuando llegó el aviso de un ataque inminente de la pandilla, no perdió el tiempo. Dejó todas sus pertenencias y huyó con los demás casi una hora a pie hasta la escuela pública argentina Bellegarde para refugiarse, según cuenta.

Casi tres semanas después, los niños vuelan cometas hechos de papel de aluminio y plástico desechado, conducen coches de juguete caseros cortados con latas de refresco vacías, con tapones de botella como ruedas y piedras como pasajeros.

Los adultos también hacen alarde de normalidad, pero con una sensación de pequeñez. Por ejemplo, han elegido a un líder para que actúe de enlace con la policía local y abogue por que las organizaciones de ayuda lleven alimentos y agua, pero en realidad ha llegado poca ayuda debido a los controles de carretera en toda la ciudad.

Maurice intenta mantener limpio el pequeño rincón de su familia en un espacio abarrotado, lavando el suelo con agua, que consigue comprar luego de una caminata de 20 minutos. Pero nadie en su familia tiene suficiente para comer, ni siquiera espacio para cocinar; viven al día de un bocado compartido o de un trozo de comida callejera. Incluso un caramelo de menta puede considerarse una comida, explica a CNN.

El día que la conocimos, no había comido nada.

Más allá de la dificultad de la supervivencia diaria, varios residentes del campo de desplazados dicen que saben que han agotado su acogida y que las relaciones con sus vecinos están empeorando. Se han producido enfrentamientos con los lugareños, ansiosos por que se vayan, temerosos de que la afluencia de forasteros atraiga la atención de las bandas.

Anticipándose a los efectos de la disminución de los recursos y el empeoramiento de la violencia, la Organización Internacional para las Migraciones ha advertido en repetidas ocasiones de un “clima de desconfianza” cada vez más agudo en Haití, que podría deshilachar las tradicionales redes de seguridad social, dejando a la gente sin ningún lugar adonde ir.

“Los altos niveles de inseguridad están creando un clima de desconfianza entre ciertas comunidades de acogida y las poblaciones desplazadas, deteriorando así la cohesión social”, afirmó la organización en un informe de agosto de 2023, en el que también se señalaba que cada vez más haitianos desplazados acaban en campamentos de este tipo en lugar de depender de amigos y familiares.

La pequeña escuela donde vive Maurice ya ha superado con creces su capacidad. Pero cada día se les une más gente de otras partes de la ciudad, lo que pone aún más a prueba los pocos recursos que ofrece el lugar: la fosa séptica del edificio está llena y los escusados atascados, según mostró un residente a CNN. La cisterna de agua está casi seca.

En la actualidad, 1.575 personas viven hacinadas en el entramado de aulas al aire libre, apenas un puñado en comparación con los más de 360.000 desplazados en todo el país, según la Organización Internacional para las Migraciones.

Divididos por el miedo

Puerto Príncipe lleva años aterrorizada por los frecuentes secuestros, torturas y violaciones a manos de las pandillas. Pero hoy, mientras la élite haitiana discute sobre la composición de un consejo presidencial de transición —y la comunidad internacional sigue sin querer intervenir—, hablar de una solución política suena más que nunca a ilusión mientras los disparos resuenan por las noches, rompiendo el silencio de la ciudad.

Mientras tanto, la proliferación de controles policiales, de pandillas y de civiles está cobrando factura en la capital haitiana en forma de disputas recelosas y ansiosas. Lo único que cada vez más personas comparten es el trauma.

Marie-Suze Saint Charles, de 47 años, dice que sus propios hijos están demasiado aterrorizados por la violencia constante como para visitarla en el hospital, donde se recupera de un tiroteo que el 1 de marzo le destrozó una pierna, tras ser atacada cuando volvía del trabajo.

Uno de sus hijos, de 17 años, también recibió un disparo y está internado en otro hospital. Sus otros hijos, de ocho y trece años, se niegan a salir de casa. No está segura de quién les da de comer.

“Tienen miedo de la calle”, dijo a la CNN desde la cama del hospital. “Ni siquiera quieren venir a verme. Tienen demasiado miedo de salir a la calle”.

Archivo CA

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